Suricata

Fines de Semana en Chincha

Esta suricata regresa a Chincha cada cierto tiempo. Sin embargo, eso provoca en él un sentimiento de impotencia por el paso del tiempo.

Escrito el agosto 22, 2024 por Leonardo Casiano

Originalmente publicado el 24 de febrero del 2020. Editado el 21 de agosto del 2024.

Chincha se vuelve más diminuta cuando regreso. Ante mis ojos, poco ha cambiado. Los rostros envejecen y bebés lloran en las avenidas, pero, en esencia, todo permanece igual.

Muchos, me dice mi primo, se fueron a un lugar mejor; y los que se quedaron no conocen un lugar mejor.

Parece que poco se ha hecho. En Chincha, crecen algunas casas, hay chacras que desaparecen, duendes huérfanos de higueras que deambulan por las acequias, sandías gigantes y ollas orondas de carapulcra pueblan el paisaje. Hay también arrugas en la gente.

Las casas suelen ser de un piso. Dentro de ellas se procrea. En la procreación hay ilusión de multiplicidad y en la multiplicidad existe la muerte. Los niños caminan por la arena y, a veces, los vasos de agua tienen restos de tierra en la base.

Los terrenos baldíos, llenos de escombros, me hacen pensar en familias olvidadas. Hay casas de adobe que no volvieron a levantarse, terrenos inhóspitos llenos de semen canino y cáscaras de frutas.

Los afiches rasgados me recuerdan a mi infancia, la espera en las pistas y los puestos de cachina, vinos y dulces. En los ojos de los niños, también puedo reconocerme. Yo también comí panes que fueron pisados por moscas. Yo también respiré el smog de los ticos que se embarcaban a la Panamericana Sur.

Chincha ha mantenido su tamaño por mucho tiempo. Y yo sé que no hay pueblo donde no converja la soledad y la fiesta. Y también siento que cada uno de nosotros, los chinchanos, observamos este lugar desde distintas ópticas.

Los televisores adelgazaron; hombres, mujeres y niños adquirieron prótesis para sus manos en forma de celulares, y las casas se arrugaron. Hay más bares y discotecas, hay más negocios, pero sigo sin pensar que algo cambió.

Me comentan que algunos limeños compraron terrenos. Se sonríe mucho, se baila demasiado. Y aun así, siento que el olvido incendió este pueblo. Sobre las calles, el polvo es la ceniza del tiempo y las mototaxis balan la tristeza de la necesidad. El agua se vuelve negra al empozarse. La basura, como en tantas provincias del Perú, forma parte del terreno. Chapitas, bolsas, platos y tenedores, entre tantos plásticos más, nacen en la grava.

¿Hay lugares cuidados por aquí? A veces creo que sí, pero no sabría decir.

Cuando era niño, todo era similar, pero gigante. La mierda, sin embargo, no se llamaba mierda. La palabra estaba prohibida. Cuando mis pasos eran más breves que ahora; el mercado cambiaba el espacio de mi universo. En diez segundos, transitaba un menú, una florería, una carnicería y una ferretería. En las maquinitas, lo recuerdo, me quedaba horas con primos y desconocidos. No seas cabro, no escojas a Rugal. Puta máquina. Huevón. Chesumare.

Ser amigos consistía en presionar botones.

¿Dónde acababan las tardes? El fucsia del cielo golpeaba contra las esteras, contra la Panamericana Sur, que estaba prohibida. No vayas allí, oe, Leonardo. Interminable. Imposible de cruzar. Teníamos que persignarnos antes.

Los buses eran dueños de nuestro mundo, naves que surcaban el horizonte. A Lima, oe. Y los cojudos de Cañete. Y la limpieza y casas bonitas, edificios que nunca veríamos por aquí. No sabíamos nada de la vida.

Los fines de semana que regreso a Chincha, me canso, tomo una moto que me cobra tres soles y retorno a la casa de mi madre. En la entrada los perros duermen, saben que el pueblo vive en una pausa.

Dentro, en las paredes de la casa que le tomó a mi madre más de treinta años construir, leo libros en mi lector digital. ¿Es Chincha esto? Entonces, cierro la puerta, antes ha entrado una bolsa de plástico a sala por no hacerlo.

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