Solíamos creer que Javier era imbécil. Cuando éramos niños, era común herir al prójimo. Mediante palabras unidas al azar y comparaciones con animales, hicimos llorar algunas veces a Javier. Y, aun así, hoy creemos que éramos inocentes.
Con el tiempo, algunos cambios hicimos. O, al menos, quisimos disimularlo. En esa idea encuentro consuelo, con esa idea escribo este texto.
Los años pasaron. Hoy me es difícil escribir sobre los salones y el sol atravesando las paredes, las laminas y los cuadernos plastificados. ¿Qué ha quedado de esa época? En internet, veo la vejez de mi generación, los sueños arrebatados y la reconciliación con el respectivo presente de cada uno.
«¿Crees que lo que éramos de niños determina nuestra vida adulta?». Formulo la pregunta a Martha. Ella me mira con dulzura. Pensamos en Javier: en su cara lánguida y la tristeza de sus ojos. Recuerdo a Javier: la conmoción de su cuerpo ante el llamado de la profesora y los ceros rojos dibujados sobre papel.
El último puesto, el último niño, el último salón de primaria, al fondo de un pasillo que diez años atrás dejó de ser una casa para convertirse en colegio. Javier ocultaba sus dedos en sus mangas, como evitando las risas del resto, risas en las cuales yo participé.
Onomatopeyas de burro, sonidos de llanto y las carpetas heladas. Aparecía Raúl, golpeaba a Javier, y nosotros nos quedábamos quietos, sin hacer nada.
Raúl: alto, jugador de fútbol, de cabello crespo. Su padre había donado televisiones al colegio. Javier: ojos rasgados, pómulos alzados y marrón. «Como yo», le confieso a Martha.
Un día Raúl le dijo que su madre parecía una empleada. Y yo pensé en la mía en ese preciso instante. «¿Tú crees que allí me di cuenta que no todos éramos iguales?». Martha levanta sus hombros.
Al menos ese día empaticé con Javier. Comprendí, desde mi pequeña visión del mundo, que él era un solitario: tal vez el primero que conocí.
Javier era un año mayor. Había repetido el curso y sus amigos lo abandonaron, fundiéndose en el patio de recreo, limitando sus palabras cuando él les intentaba hablar. Y en el salón, la historia era similar. Con nadie hablaba Javier. Durante los primeros seis meses del 2007, apenas lo habíamos saludado y dirigido breves palabras.
«Los profesores habían colaborado, ¿sabes?», le comento a Martha. «¿Cómo así?». «Nos habían dicho que él no era bueno, que sacar malas notas solo haría que nuestros padres lloraran». «Y que si no sacas veinte, te irá mal en la vida». «Una de las primeras mentiras que nos contaron…».
A veces comparábamos a Javier con los alumnos del Cenepa. «Allí pertenece», decía Pedro, cuyos padres eran dueños de una empresa de transporte.
Los Héroes del Cenepa: un colegio nacional que tenía fama de correccional. Donde los niños grafiteaban al cumplir los diez; donde apenas habían libros y cuadernos; donde se salía antes de las tres; donde algunas niñas no terminaban el colegio por estar embarazadas. Allí pertenecía Javier.
«Puro cholo en ese colegio», dijo Romina cuando teníamos quince. Su padre era el gerente de una concesionaria de autos y estaba orgulloso de que su hija estudiase en el Madre De Dios.
Por mi lado, yo fui el más inteligente del salón hasta llegar la secundaria. Fui el más inteligente del salón hasta que dejé memorizar las cosas y empecé a cuestionarlas.
¿Qué detonó las preguntas? Tal vez fue el aburrimiento, la monotonía o la soledad.
Agosto me mostró que Javier y yo éramos más similares de lo que quería aceptar. Tan solo que, en lugar de roja, mi libreta era verde. En lugar de ceros, yo solo tenía veintes. En lugar de preocuparse un número, Javier corría libremente por el parque frente al colegio. Él se olvidaba del tiempo, mientras que yo envidiaba su libertad.
Los grupos evolucionaron. Raúl encontró en tres niños ecos de su violencia. Pedro, Gianfranco y Renato. Juntos iban al cine y jugaban a La Gran Sangre. Juntos, realizaban concursos de escupitajos y en sus celulares —algo muy exclusivo en esa época— intercambiaban pornografía.
No tardaron en conseguir cigarrillos y cervezas. No tardaron en propagar su violencia.
Mi amistad con Javier, Jose y Arturo, dos chicos anodinos para esta historia, inició en el dolor. Septiembre nos hizo entender a Javier. Cuando el grupo de Raúl empezó a golpearnos, solo la unión nos mantuvo a salvo. Era más difícil golpear a cuatro. Y yo cambié los recreos de repaso por conversaciones de Yo-Gi-Oh. Y Raúl cambió el silencio por conversaciones de caricaturas de televisión.
Nos enteramos que Javier tenía talentos ocultos: una memoria privilegiada para jugadores de fútbol y los deportes. Al tenernos en su grupo, empezó a destacar en educación física. «Pero esta mal que rompas tus exámenes», le dije una vez. «Solo me dicen no sirvo para nada», me contestó.
«Tú crees que si un día corro y no me detengo podría llegar a Estados Unidos?». «Sería chévere». «Podría regresar a Huanta». «¿Qué es un Huanta?». Javier reía.
Recuerdo con cariño las risas, los comentarios absurdos y los parques. La última memoria que tengo de Javier es nuestra fuga entre los arbustos y las calles silentes de La Molina. En un banco, él rompía las hojas de sus cuadernos y yo las de los míos. Armábamos aviones de papel. Nuestras notas eran iguales dentro aquellos polígonos de papel que surcaban el cielo.
Así pasaron las horas, hasta que el horizonte se volvió camote sancochado y la oscuridad nos advirtió que era momento de volver a nuestras casas.
Recuerdo que cuando abrí la puerta de mi sala, mi mamá me gritó. Al día siguiente, solo escuché la reprimenda de los profesores: el escándalo del primer puesto perdiéndose en las calles con un niño de mala familia.
«A mi mamá nunca le gustó que saliera con gente que no fuese “correcta”, Martha». «¿Y qué tiene de malo volar aviones», refuta ella mientras toma mi mano.