Suricata

Danza para los niños

Esta suricata recuerda con nostalgia a su profesor de danza, la apatía suya y de sus compañeros, y algunos breves fracasos de su infancia.

Escrito el agosto 28, 2024 por Leonardo Casiano

Tomamos mucho tiempo para entender las clases de danza. Cuando teníamos nueve años, bajábamos al patio sin saber por qué. Armábamos figuras geométricas por inercia. Deseábamos sudar un poco, estirar las piernas. Las clases de danza eran la excusa ideal para usar buzo.

Si el parlante sonaba, éramos uno. Si se detenía, nos emancipábamos lejos de nuestro profesor, David.

David era un hombre pequeño; su piel era cobriza y su nariz, gigante. Alternaba los verbos al hablar y no controlaba sus muletillas. Esas características me hicieron suponer que no había nacido en Lima. «Igual que yo», le digo a Martha.

«Pero, ¿de dónde era?», me pregunta. Nunca supe exactamente de qué lugar del Perú provenía. Pero David, seguramente, nació en el lugar de donde vienen los jardineros, choferes y empleadas; y ante mis compañeros de clase, era menos.

En ese tiempo no lo entendía, porque no me di cuenta de las diferencias hasta que llegué a la universidad. Pero mis amigos eran hijos de empresarios, o hijos de gerentes, o hijos hombres que eran más empresas que hombres. E imagino a David, mirándolos con cierta confusión, desde el rincón de la tutoría.

Ya desde los siete años, algunos niños imaginaban grandes escritorios y contabilidades. Ya desde los siete años la palabra ingeniería existía.

¿Albergó David ira? Los niños no tardaron en insultarlo. Cuando llegaba al colegio con un vaso de quinua y panes con queso, se burlaban a escondidas.

No obstante, él fue en el 2007 nuestro tutor. Y nos dijo que deseaba que ganásemos la competencia de los juegos florales. Sin embargo, no éramos atléticos. Saltar era difícil, y preferíamos conversar sobre las series de Disney o Fox Kids. Éramos tan haraganes que algunas madres habían conversado con la directora. Le habían pedido que sus niños no asistieran a la clase de danza. A Deyanira, por ejemplo, le latía el corazón a 120 pulsaciones por minuto al avanzar una cuadra. A Johan le costaba respirar luego de cinco minutos de baile.

Sin embargo, el objetivo era ganar. El baile escogido fue La Diablada.

Los ensayos que David programa pocas veces eran fructíferos. Cada semana repetíamos los mismos pasos y los mismos errores. Y yo veía en su rostro vergüenza y pena. Antaño, en su tierra, David había sido un gran coreógrafo y compositor.

Una tarde, antes de salir al patio, nos mostró videos de un lugar llamado Huamanga. En el orondo televisor observábamos multitudes de colores en perfecta sincronía. Piernas que se levantaban con gracia, saltos llenos de gravedad. ¿Pero nos importaba? En el salón, las niñas compartían notas debajo de las carpetas. Ya habían nacido los primeros rumores de los primeros besos y parejas.

«Le debió enojar que unos niños con buenos desayunos fuesen más flojos que niños que no tienen para comer», le comento a Martha. Ella asiente. Es fácil que lo haya imaginado.

En este punto, usualmente las narrativas hablan de un momento de inflexión. De un niño que haya encontrado en la danza o David una conexión especial o un medio de escape. Sin embargo, conforme las semanas avanzaron, David, poco a poco, se resignó. Dejó de levantar los brazos o guiarnos. Paulatinamente, adoptó nuestra desidia. Prendía el parlante, observaba su periódico y a todos nos colocaba once.

Su mirada de vergüenza precedió nuestra derrota.

Hoy entiendo que a David le dolió. Mi promoción fue ingresó con él al colegio. Y no lo supe hasta después en mi vida, pero la danza para él era lo mismo que para mí lo es la literatura. David vivía por su pasión, sin importarle llegar con hambre al colegio. Cuando sentía los instrumentos de vientos en sus oídos, por un momento era feliz, como cuando en la sierra dirigía a las promociones de innumerables colegios nacionales.

Meses después de la competencia, nos formamos en la mañana. Y, antes de rezar el padrenuestro, la directora nos anunció su fallecimiento. Encomendó su alma al Señor y derramó unas lágrimas. Algunas parejas de mi aula se sostuvieron la mano y otros evitamos mirarnos. Una semana después llegó un nuevo profesor que también alternaba las palabras y hablaba cantando. Nos dijo que siguiéramos bailando.

Sigue explorando el desierto

Las erratas de la vida

agosto 4, 2024

Un Kilómetro de distancia

septiembre 10, 2024

¿Escogí la vida?

enero 24, 2024